Aunque el cerebro humano es uno de los órganos más estudiados, sigue siendo uno de los menos comprendidos. Incluso con los avances en neurociencia, los expertos afirman que apenas estamos empezando a comprender las funciones de los 86 mil millones de neuronas que controlan los pensamientos, las emociones, los comportamientos y las actividades corporales.
Entre las muchas funciones ejecutivas del cerebro se encuentra el control inhibitorio, la capacidad de restringir las respuestas impulsivas o automáticas, lo que nos da tiempo para pensar antes de actuar. Esta función es esencial para una buena interacción social.
Es el control inhibitorio el que nos hace esperar nuestro turno, ya sea en una fila para un juego o en una conversación; resistir tentaciones, desde evitar la comida hasta no tomar lo que pertenece a otros; mantener el foco, evitando distracciones; permanecer tranquilos y no explotar en ira; y planificar nuestras acciones, considerando las consecuencias.
Teniendo en cuenta esto, es fácil ver los beneficios de un buen control inhibitorio. Pero esta función cerebral es tan fundamental que va mucho más allá, y su ausencia puede ser más perjudicial de lo que parece.
La falta de control inhibitorio puede llevar al consumo excesivo, conductas antisociales e ilícitas, falta de respeto a las normas y reglas en general, diversos tipos de adicciones, procrastinación de tareas importantes (porque requieren mayor esfuerzo cognitivo), falta de empatía (dando lugar a conductas imprudentes), aumento de la agresividad y la violencia, entre otros.
Retrato de una sociedad sin control
Aunque no todos conocen esta función cerebral, podemos decir que no hay nadie que no haya presenciado las consecuencias de su ausencia. Vivimos en una sociedad de inmediatez, impulsividad y emociones descarnadas.

Las migajas de la gratificación instantánea privan a las personas del tiempo y la perseverancia necesarios para alcanzar mayores logros, llevándolas a vivir oscilando entre altibajos de supuesta felicidad y depresiones. La impulsividad desperdicia oportunidades potenciales, y los sentimientos han reemplazado a la racionalidad, lo que lleva a las personas a actuar basándose en sensaciones y emociones en lugar del sentido común.
Y dado que la mayoría de los niños han crecido en entornos sin reglas claras, donde todos sus deseos se cumplen de inmediato, sin aprender a esperar ni a lidiar con la frustración, el futuro no parece muy prometedor. De hecho, para la Generación Z, que ya ha entrado al mercado laboral con serias dificultades de adaptación, las consecuencias son evidentes.
Sin autorregulación emocional, los nuevos profesionales no saben cómo gestionar las críticas, los fracasos y otras adversidades comunes en la vida adulta. Tienen dificultades para tomar decisiones racionales y equilibradas, cumplir compromisos y no son buenos para fijar metas. Criados en la creencia de que son especiales, esperan que otros satisfagan sus necesidades y deseos sin que ellos tengan que esforzarse por alcanzarlos.
Una generación que se ha acostumbrado a ser recompensada por pequeños esfuerzos en lugar de por resultados ha demostrado grandes dificultades para adaptarse a un mercado laboral altamente competitivo.
La buena noticia es que, gracias a la neuroplasticidad cerebral, es decir, la capacidad de aprender y adaptarse a nuevos estímulos, es posible desarrollar el control inhibitorio a través de nuevos hábitos:
Los juegos de mesa o que requieren atención y concentración, los juegos que implican esperar y las actividades de atención plena, como la meditación, la lectura y la escritura a mano, pueden ser beneficiosos. Además, establecer rutinas ayuda a crear patrones de comportamiento organizados y puede reducir el estrés y la impulsividad.
Cada vez más personas necesitan reconocer que la falta de esta función cerebral ha sido perjudicial para la sociedad en su conjunto y que cambiar el comportamiento de cada uno de nosotros es imperativo y urgente para que, juntos, podamos revertir esta situación.
