La respuesta puede ser incómoda: no es Dios quien demora, sino es la entrega de cada persona la que definirá el punto exacto en el que comenzará la transformación.
Nada en esta vida ocurre fuera de su horario, y el tiempo no es igual para todos. Un bebé, por ejemplo, nace en el momento oportuno. Un avión no despega simplemente por orden del pasajero, sino cuando se dan las condiciones adecuadas.
Los nacimientos, las victorias, las derrotas y los nuevos comienzos siguen su propio ritmo y no están relacionados con la prisa humana. Nos aferramos al calendario para organizar nuestras rutinas y compromisos, pero la mirada de Dios ve más allá de la cronología. No se guía por las manecillas de un reloj, sino por la valentía de la persona para soltar lo que aprisiona su alma.
El pecado, que hirió a la humanidad por decisión propia, ha estado extendiendo sus consecuencias durante milenios. Todos cometemos errores y necesitamos reconciliación (Romanos 3:23), pero no es la demora de Dios la que prolonga el sufrimiento: es la indecisión humana. Los miedos, las dudas y los resentimientos retrasan su acción.
Dios está en el clamor de quienes preguntan dónde está, pero el verdadero cambio no proviene de tocarlo con dolor. Comienza en el momento en que alguien decide entregarse a Él.
Una decisión
La vida puede cambiar en un instante, ya sea por un diagnóstico, una pérdida, un duelo o una traición. También puede transformarse ante una oportunidad inesperada. Y es en este ritmo impredecible que Dios actúa.
La Biblia revela cómo cualquier cosa puede suceder en un instante. Zaqueo, quien había actuado con deshonestidad, abrió su corazón y reescribió su historia (Lucas 19). El ladrón en la cruz junto al Señor Jesús hizo una sola petición sincera y recibió una promesa inmediata de Él: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23:43). En ambos casos, no fue el tiempo lo que determinó el cambio, sino una decisión.
Dios no llega tarde. Son los seres humanos quienes se demoran, poniendo excusas. Muchos dicen creer en Dios y llevar años asistiendo a la iglesia, pero aún albergan pecados, deseos, vanidades, relaciones y ambiciones que no tienen cabida ante Él.
Insisten en negociar, con un pie con Dios y el otro en su propia voluntad, y se dicen: «Aún no es el momento», «Me arrepentiré más tarde», «Cuando descubra otras cosas, buscaré a Dios». Así, el inicio de la transformación, que podría comenzar en segundos, se prolonga y nunca llega.
Contamos los días, pero Dios cuenta las decisiones. ¿Cuánto tiempo pospondrás el compromiso que transformará tu vida? ¿Cuántos segundos, minutos o años esperarás antes de dar el paso que puede cambiarlo todo? La decisión es tuya. Solo ella puede abrir la puerta al tiempo que Dios tiene reservado para ti.
El reloj escondido en las elecciones
La frase “No tengo tiempo” se ha convertido en la excusa más repetida de la vida moderna. En la era digital, se ha convertido en una especie de excusa, pero esconde una trampa: a la gente no le falta tiempo, sino prioridades.
Algunos dicen que no tienen tiempo para orar, pero pasan horas mirando la pantalla de su teléfono. Hay quienes afirman no tener tiempo para buscar a Dios, pero responden a cada notificación en redes sociales en segundos.
En la práctica, decir «no tengo tiempo» es la forma educada de decir «eso no es una prioridad para mí ahora mismo». Esta negligencia, disfrazada de prisa, tiene un alto precio: una vida espiritualmente débil. «No tengo tiempo» revela un mundo acelerado y, al mismo tiempo, una fe ralentizada.
Curiosamente, el tiempo dedicado a Dios multiplica y bendice nuestra rutina y todo nuestro horario. En definitiva, el problema no es el ajetreo diario, sino qué voces elegimos silenciar y cuáles escuchar. Por lo tanto, la frase correcta debería ser: “¿Hasta cuándo seguiré diciendo que no tengo tiempo?”.
Nueva vida
Dios, como Padre amoroso, desea no solo mejorar los detalles de la vida de una persona, sino transformarla por completo. Ofrece un corazón y un espíritu nuevos a quienes se entregan sinceramente a Él.
El corazón, por naturaleza, es rebelde, engañoso, frágil y propenso al error. Es en él donde nacen las malas decisiones. Por lo tanto, el cambio no puede venir de afuera, sino de adentro. Cuando una persona decide, libre y conscientemente, renunciar a su propia voluntad y entregarse a Dios,
sucede lo sobrenatural.
Esta transformación íntima proviene del verdadero arrepentimiento. Este proceso se confirma mediante el bautismo en agua, símbolo de la sepultura de la antigua vida. Y la obra de Dios no termina ahí: el bautismo con el Espíritu Santo sella esta nueva vida, capacitándonos para vencer las tentaciones y permanecer en la fe hasta el final.
Mil años en un día
La Biblia nos recuerda en 2 Pedro 3:8 que “para Dios mil años son como un día”, lo que revela la diferencia entre el tiempo humano y el tiempo divino.
Dios contempla la eternidad como un instante y es esta perspectiva la que nos interpela y, al mismo tiempo, nos invita a confiar en Él.
Para nosotros, la espera puede parecer interminable. Cada retraso pesa mucho, cada obstáculo genera ansiedad y cada frustración alimenta la duda. Pero para Dios, el cambio ocurre lentamente y sin errores.
El desafío es nuestra dificultad para comprender que el aparente retraso es sólo el reflejo de un paso no dado hacia Él.
Mientras el reloj avanza, Dios espera que nuestros corazones estén disponibles para Él.
¿Dios como excusa?
Muchos se dicen a sí mismos que «Dios aún no ha actuado». Pero este razonamiento aparentemente inocente es una trampa: es como si Dios estuviera calculando escenarios o esperando el momento más oportuno para intervenir.
Dios, sin embargo, no negocia con el tiempo: Él es el Tiempo mismo, el Amén, el Ahora. Todo lo necesario para la transformación ya ha sido puesto a disposición por Él.
Tus promesas no están bajo análisis ni aprobación, sino listas para ser vividas.
No es Dios quien calla: somos nosotros quienes resistimos a su voz.
