Las universidades públicas pueden liderar una nueva forma de enseñar y aprender, desde entornos accesibles, libres y colaborativos.
El metaverso permite reducir barreras, aumentar la participación y enseñar con otras lógicas.
En la última década, las palabras “Transformación Digital”, “Realidad Aumentada”, “Realidad Virtual”, “Gamificación” y “Aprendizaje 3D” se repitieron hasta el cansancio en simposios, papers y documentos institucionales. Parecía que la educación del futuro ya estaba escrita por universidades privadas del norte global, con presupuestos millonarios, alianzas con tecnológicas y aulas que se parecen a laboratorios de Silicon Valley.
¿Qué es el metaverso educativo?

A diferencia de la imagen marketinera de Meta o de las megaempresas que prometen universos paralelos para trabajar, comprar o socializar, el metaverso en educación tiene objetivos más terrenales: construir aulas virtuales tridimensionales, donde estudiantes y docentes interactúan mediante avatares en entornos diseñados para aprender. No para impresionar.
En palabras más técnicas, se trata de ecosistemas que combinan realidad aumentada, realidad virtual, inteligencia artificial e incluso blockchain, para construir espacios inmersivos accesibles desde un navegador. ¿La clave? No es una tecnología, sino una metodología. No es hardware de punta, sino diseño pedagógico.
Pero el interés por el metaverso en la educación, la comunicación científica y la industria no surge por la novedad en sí, sino por su capacidad para integrar tendencias tecnológicas emergentescon fines concretos: mejorar el aprendizaje, reducir barreras y aumentar la motivación. Es decir: no importa cuán vistoso sea el escenario, si la clase sigue siendo aburrida, no funciona.
En Argentina, la Universidad de Buenos Aires, las Universidades Nacionales de Morón, La Plata y Quilmes, por ejemplo, ya exploran estas herramientas. Algunas experiencias son modestas, pero tienen una potencia simbólica enorme: muestran que el aula puede dejar de ser una habitación con pupitres y pasar a ser un espacio colaborativo, sin paredes, sin distancias y sin límites para imaginar.
¿Qué dice la evidencia científica?

Un trabajo similar llevado a cabo en Arabia Saudita, en el marco de clases de física, mostró que los grupos que aprendieron en entornos inmersivos no solo retuvieron más información, sino que participaron activamente y con mayor motivación. En el caso del aprendizaje de idiomas, el uso de avatares redujo la ansiedad, mejoró la fluidez verbal y generó una mayor sensación de pertenencia al grupo. En todos los casos, el aprendizaje mejoró. Pero el motivo no fue la tecnología en sí. Fue el diseño pedagógico.
¿Qué falta para que estas experiencias escalen?
Primero, formación docente. Muchas universidades todavía cuentan con cuerpos académicos poco familiarizados con herramientas digitales. También se necesita inversión en conectividad y equipamiento básico para garantizar el acceso inicial. Pero, sobre todo, hace falta decisión política. Invertir no solo en infraestructura, sino en modelos pedagógicos que integren al metaverso como una herramienta curricular concreta —no como moda pasajera ni accesorio institucional.
La clave, como tantas veces, no está en el casco, sino en la cabeza. En pensar distinto. En crear comunidad. En construir conocimiento con otros. Porque la revolución educativa del metaverso no empieza en una pantalla. Empieza en el aula. Y en cómo la pensamos.
FUERTE : Vanguardia.
